El día en la oficina ha sido excesivamente largo. Gedeón no ha parado de maquinar una y otra vez lo que tiene grabado en sus pupilas y en sus tímpanos. Introduce la mano en su bolsillo derecho para alcanzar las llaves de su casa y en aquel movimiento de permitir que el llavero vea la luz, cae una pequeña llavecita de color rojizo al suelo. Él se ha quedado petrificado, no se lo explica. ¿Cómo llegó esto a mi bolsillo?... ¡Y cómo me late la cabeza! Sus preocupaciones son interrumpidas por el portero que mientras aparece sobre el último peldaño de la escalera, le extiende un paquete.
–Señor Holzman, vinieron a traerle este paquete, y como está certificado me ofrecí a firmar el recibo.
–Sí, sí, gracias -contesta Gedeón sin siquiera dirigirle la mirada-.
–Perdone, no quiero ser entrometido, pero ¿se siente bien?
–¡Claro que me siento bien! ¿Por qué hoy todo el mundo se empeña en conocer mi vida? ¡Váyase! Hágame el favor...
El encargado del edificio se queda pasmado ante tal reacción, se da media vuelta como un perro con la cola entre las patas mientras rezonga por lo bajo: “
Prefiero al Holzman educado” y desciende la escalera murmurando lleno de rabia:
–¡Será posible! Sobre que uno se toma molestias que no le corresponden y se preocupa por la gente así te lo pagan! ¡Pero por qué no se va a donde mejor le venga!